Año 2009. Mi mamá trabajaba en esa época para la empresa de mi abuelo, y mi tía (que también trabajaba ahí) recogió un lindo gatito que se encontró en un estacionamiento. Por supuesto que el gato estaba sucio, lleno de pulgas, y hambriento. Daba pena el pobre gatito. Entonces ella se lo llevó a la oficina y ahí limpió al gato, le dio comida, y al cabo de un tiempo descubrió que era hembra. Le puso por nombre “Hádaga”, aunque hasta el día de hoy no descubro el significado. La gatita creció ahí, y cuando tenía aproximadamente 8 meses, sucedió algo trágico (o cómico, dependiendo del punto de vista).
Era febrero del 2010 y la gatita se iba a quedar sola por un fin de semana, entonces a mi mamá se le ocurrió llevársela al departamento en el que vivíamos para que no se quedara sola. Ella llegó al departamento, comenzó a olisquear todo y, como todo gato, a explorar. Pasó por todos los rincones del departamento, y en la noche la dejamos libre entre el living y el baño, con un arenero para que hiciera sus necesidades.
Al otro día nos levantamos y nos olvidamos un rato de la gata. A eso de las 2 de la tarde, recordamos a esa peludita naranja. No estaba en ninguna parte del departamento, ni del edificio. Recorrimos todo el barrio en su búsqueda y no apareció. Lloramos por no encontrarla. Ese mismo sábado en la noche, mi mamá siente un maullido que provenía de algún lugar debajo de la tina del baño. Nos pusimos a investigar y nos dimos cuenta de que, en el costado inferior derecho de la pared de la tina había un pequeño agujero, por el que perfectamente cabía un gato pequeño. Discutiendo qué hacer decidimos picar la pared para rescatar a la gata; obviamente no la podíamos dejar ahí. Luego de picar la pared y rebuscar por todas partes debajo de la tina, no la encontramos, pero sí encontramos otro agujero en la pared. Esta vez se trataba del ducto que antiguamente se usaba como incinerador de basura. Partimos a averiguar con el conserje del edificio, y él nos explicó que seguramente el animal se había caído hasta el primer piso (o quizá más abajo) y que no había forma de abrir ese lugar por fuera. ¿Qué hacer? Nos preguntamos. Decidimos romper la pared por el mismo lugar del agujero hasta hacerlo lo suficientemente grande para que una persona cupiera y bajara a buscar al gato. Sin embargo, eso no fue necesario, porque apenas la peludita escuchó sonidos y vió la luz que arrojábamos hacia abajo, ella se asomó y comenzó a llorar.
Finalmente, bajamos con una cuerda una bolsa de lona con comida, esperamos que la gatita fuera a comer y naturalmente quedara dentro de la bolsa. Cuando eso pasó, tiramos de la cuerda rogando que la peluda no se cayera nuevamente.
Actualmente vive conmigo, duerme conmigo, y cuando estoy triste me hace compañía y me ronronea.
Por supuesto que nunca más la dejamos cerca de un agujero de alguna pared por el que se pudiera tirar (no queremos más "travesuras" como esas).