Hace tres años que vivo con una perrita llamada Molly. Sus ojos negros y nariz húmeda capturaron mi atención desde el primer momento en que la vi y, al parecer, fue amor a primera vista porque cuando fuimos a adoptarla se nos subió enseguida en el regazo como diciendo "de aquí no me muevo, llévenme con ustedes".
Molly se acomodó rápidamente a mi vida en un departamento en el centro de la ciudad. Tenía horarios idénticos a los míos. Bajaba tres veces al día a hacer sus necesidades en un árbol bajo mi edificio y, al menos día por medio, se iba a correr durante un par de horas al parque con lo que llamé en ese entonces "su playgroup", es decir, un montón de otros perritos que otras personas llevaban en un mismo horario y con los cuales Molly se llevaba estupendo.
Mi pareja y yo notamos -gracias a este grupo y tras larga observación- que a Molly tal vez le faltaba un compañero de juegos que le brindara aquellas cosas que como humanos no podíamos entregarle. Un código que efectivamente se comparte con los de la misma especie, por decirlo de alguna manera.
Hicimos una larga investigación en internet e incluso nos asesoramos con un especialista en conducta canina, y llegamos a la conclusión de que el carácter de Molly era dominante, pero no tanto como para no tolerar a otro can. Eso sí, para que ella impusiera el dominio en la relación era necesario que fuese del sexo opuesto y cachorro. De esta manera, ella lo pseudo-adaptaría a nuestra manada, enseñándole los modos de conducta apropiados para la misma.
Así fue como, una fría tarde de abril, llegó a nuestras vidas el cachorro Lunes.
De raza yorkshire, Lunes era un pequeño de 3 meses que no sobrepasaba en tamaño a la cabeza de Molly. En un comienzo la interacción fue fría y distante entre ellos, e incluso temimos un poco agresiva, pero nuevamente comprendimos que la mayor era la que hablaba "perro" y rápidamente descubrimos una conexión entre los dos, al punto en que tenían momentos de amor con langüetazos en la cara (cosa que hacen las madres con sus pequeños y que se replica entre mascotas de esta especie que se tienen aprecio).
En lo único en lo que estábamos fallando era a la hora de comer. Molly ya había sido entrenada para comer a la orden, es decir, se le servía el bowl de pienso en frente y luego ella debía esperar sentada hasta que se le diera la señal para alimentarse. Cuando lo hacía podía estar en promedio un minuto, pero nunca menos porque a pesar de tener buen apetito se tomaba su tiempo para digerir.
Con Lunes era todo lo contrario. Era como si un huracán hubiese azotado su plato. Probamos con distintas cantidades de comida, pensando que era muy poca en un comienzo. Nada. Intentamos meterle la mano en el cuenco, dejarle juguetes e incluso las llaves del auto para ralentizar y obstaculizar el engullir: sin resultados. Hablamos con el veterinario y probamos con Flores de Bach: todo daba igual. Era como si en el momento en el que escuchaba el ruido de la comida se apoderara de él una ansiedad que hasta lo hacía tiritar. El mundo desaparecía y, en menos de 30 segundos, también lo hacían los pellets.
Por esta rapidez vertiginosa, un día comenzó a vomitar. Yo perdí la cordura. Le grité tan fuerte que agachó sus orejas y se fue a hacer un ovillo a su cama. Me sentí el peor ser humano sobre la tierra, me ardía la cara y ahí más que nunca creí que era imposible comunicarme efectivamente con alguien que no fuese de mi especie. ¿Cómo hacerle entender que quería que se comportara como Molly?
Y ahí lo vi todo claro: Lunes no era, ni jamás sería, como Molly. Entonces, lo que requería era mucha paciencia. Una paciencia infinita que, comida a comida, permitió que le enseñáramos a esperar e incluso -más adelante- a separarse del plato. Lo primero fue escoger una palabra que usaríamos siempre para que la asociara a la orden (en este caso fue stop para detenerse y adelante para comer), luego, cada palabra iba acompañada de un gesto de mano único (cerrar el puño para stop y abrirlo para adelante, por ejemplo), de manera tal que se reforzara aún más y, finalmente, mucho silencio (Lunes no me entendía porque yo hablaba con él todo el tiempo -muchos lo hacemos- así que, cuando efectivamente el "ruido" se acaba, cuando vuelve a surgir te prestan mucha más atención).
Métodos como estos hay varios y cada quien notará cuál se acomoda mejor a su fiel amigo. Lo importante es detenerse, respirar y recordar que se está lidiando con alguien que no habla tu mismo idioma ni comparte tus mismas preocupaciones y, no puedo recalcarlo lo suficiente, pertenece a otra especie. De igual manera, el llamado es a no rendirse, pedir ayuda (mi pareja y yo nos turnábamos para alimentarlo cuando el otro se frustraba) y recordar que con paciencia, cariño y disciplina, todo es posible.
Hoy, Lunes es un cachorro feliz de peso ideal y un récord de cero vómitos en meses. Sí, lo sé, un logro un poco asqueroso, ¡pero hace que me sienta orgullosa!