Nunca quise un perro pequeño, cuando los he tenido siempre han sido grandes. Claro, eso era cuando era soltero, sin embargo tuve un pequeño, mi hijo Santiago, y cuando cumplió 5 años nos pidió un pequeño perrito, así fue como Goofy entró en nuestras vidas, un Poodle macho blanco. Lo rescatamos de un refugio para perros, había sido uno de cinco que habían llevado después de nacer. Santiago lo escogió y lo bautizó con el nombre de Goofy.
Desde ese momento ellos son uno. Desde que Santi llega del Cole no se separan. Son los mejores amigos, la alegría de mi hijo y la Goofy es un canto a la niñez y a su inocencia. Desde siempre Goofy se sintió como un hermano mayor. Si se me ocurre jugar con Santí y abalanzarme sobre él, Goofy sale en su defensa como un gladiador, aunque su tamaño no lo ayuda mucho, su ímpetu le hace merecedor de ese honor.
Hace apenas 2 semanas, acompañé a mi hijo y a Goofy en su paseo vespertino. Es una caminata hasta un gran domo que funge como sede del equipo de basket de nuestra localidad acá en La Isla de Margarita, Estado Nueva Esparta en Venezuela. Tiene un estacionamiento bastante amplio que nos da la seguridad de soltar a Goofy para que persiga un frisbee, un juguete para perros espectacular, que compramos para estas ocasiones. A esa hora de la tarde prácticamente el estacionamiento está vacío. Ellos pueden correr horas y horas. Santiago le arroja el frisbee que aunque no tiene la habilidad todavía para hacerlo con mucha gracia, Goofy lo hace sentir como el mejor lanzador de este artefacto del mundo. A donde quiera que este caiga, Goofy lo busca y se lo devuelve con su lengua fuera de su boca invitándolo a hacerlo de nuevo.
Así continuaron, como todos los días en un rutina alegre y feliz. Pero también como todos los días cada vez que es la hora de regresar, Santiago se queja y comienza a rogar 5 minutos más. Esta vez accedí y nos quedamos 10 minutos. Ya estaba oscureciendo y procedimos a regresar por el camino acostumbrado.
Generalmente conocemos a los perros que se encuentran en el camino. Ya sabemos quienes son amistosos con Goofy y cuáles no lo son. Así que como todos los días, Goofy siempre reserva una parte de sus fluidos para marcar su territorio en los mismos lugares de siempre. En una de las esquinas lo dejamos entrar en un claro, donde siempre hace lo acostumbrado, y Santiago y yo nos distrajimos con un escarabajo que se nos atravesó en el camino. No me percaté de un perro bastante grande que se enfiló directo a Santiago.
De la nada el perro apareció. Sin embargo, en segundos apareció Goofy, que era sólo un cuarto del tamaño del atacante, y sin pensarlo se abalanzó justo antes que el el perro pudiera morder a mi hijo. Creo que si el perro grande se hubiera percatado de que Goofy venía al rescate, hubiera podido atacarlo y quizás dejarlo mal parado. Pero la sorpresa fue tal, que el can huyó rápidamente. Mi hijo quedó petrificado con los ojos abiertos con una mezcla de asombro y miedo. Observaba a Goofy, quien a pesar de haber espantado al agresor, trataba de perseguirlo con muchos ladridos.
Desde ese momento, Santiago le cuenta a todo el mundo de la hazaña heroica de su perro Goofy con el pecho hinchado de orgullo, y desde ese día comprendí que a pesar de nunca quise un perro pequeño tengo ahora un perro pequeño con el corazón gigante como un león. Y créanme, yo también cuento la historia de Goofy, nuestro perro héroe con mucho orgullo.