No importa qué tan grande o pequeña sea tu mascota, el amor que puedes entregar y recibir no es proporcional a su tamaño.
Lo sé porque una vez crié a una ardillita rusa desde tu tercer día de nacida, cuando tenía 18 años. Su madre era un poco maniática del orden, y desde que había parido a esa camada de cuatro ardillitas, se llevaba cada dos horas cambiando el nido. Para eso, tapaba a su crías con la viruta y restos de tela de polar, y cuando estaban bien escondidas, se ponía a hacer un nuevo nido en otro lugar de la jaula. Armaba una especie de madriguera con pedazos de viruta firme, se llevaba montones de semillas para tener cerca y alimentarse sin tener que ir tan lejos, y comenzaba a trasladar los pedazos de polar para asegurar calor extra en el nido y, por último, se llevaba a sus crías.
Daba gusto ver ese entusiasmo, mi ardilla hembra era madre por primera vez y hacía su mejor esfuerzo. Por lo mismo no comprendí qué había ocurrido cuando al tercer día me di cuenta que faltaba una cría en el nido. Lo primero que pensé fue canibalismo, porque seamos honestos, estos roedores pueden pareceros muy tiernos pero su naturaleza dicta ese tipo de comportamientos.
Me negué en todo momento a pensar que mi ardilla se había comido a su cría, así que, como su jaula era principalmente de plástico de colores medio transparentes, la levanté y me puse a mirar por debajo de la viruta y descubrí a una pequeña ardilla rosada y sin pelos enterrada al fondo.
Con cuidado, me puse a hurgar en la viruta y a descubrir a la ardillita muerta para sacarla de la jaula, pero al tocarla esta se movió débilmente y entendí que estaba viva. No supe qué hacer… primero pensé en dejarlo inmediatamente en el nido con la camada, pero luego me entró el miedo de que fueran a desconocerlo y matarlo. Sin embargo, lo había tomado con guantes, así que aroma extraño no iba a tener. Así que tomé a la ardillita, la dejé junto a la camada sin que su madre se diera cuenta y cerré a jaula. En ese momento caí en la cuenta que debía llevar muchas horas sin cuidados, porque la ardillita estaba más pequeña que sus hermanos.
La cosa no pintó bien. La mamá se cambió a lo minutos de lugar y se llevó a sus crías dejando atrás a la pequeña. Repetí el proceso, y la mamá ardilla repitió su mudanza con sus tres crías y abandonando a la más pequeña.
¿Qué iba a hacer? No podía dejarla morir, tampoco podía esperar que su madre decidiera hacerse cargo si sus intenciones no eran esas. La única solución que veía era convertirme en un padre soltero con un hijo del tamaño de mi pulgar.
Busqué datos sobre estos animalitos, e información sobre la cría a mano. Tomé el desafío, y me puse manos a la obra sin perder el tiempo.
Durante los tres días que siguieron lo alimenté cada dos horas con leche especial y con ayuda de una jeringa. Como su barriga era aún transparente, le daba hasta que este rechazaba la comida y podía ver su estómago lleno de leche. Luego con un algodón húmedo frotaba su barriga desde el estómago al ano, promoviendo su digestión y rápida eliminación de fecas. Luego lo limpiaba y lo dejaba dormir en una mantita entre mis manos. Este proceso inintuerrumpido me hacía despertar durante la noche unas tres a cuatro veces, y en la universidad realizarlo en la sala de clases o en la micro mientras viajaba. Lamentaba tener que exponerlo al ruido y la vida agitada, pero era la única manera que tenía para ayudarlo a sobrevivir. Durante la noche, lo tapaba muy bien con su manta al lado de mi cara sobre la almohada, y despertaba decenas de veces para mirarlo y asegurarme que seguía vivo.
Cuando tuvo 6-7 días, ya tenía pelitos en el cuerpo. Pero sus hermanitos ya tenían mucho más pelo, lo duplicaban en tamaño y ya abrían los ojos. Cosa que no ocurría con mi pequeño hijo adoptivo. Aún tenía los ojos cerrados y caminaba inestable. En el fondo, yo hacía mi mejor esfuerzo pero parecía no ser suficiente. Empecé a darle algunos alimentos sólidos, polvillo de pellet para gatos, pedacitos de clara de huevo cocida, maíz, trigo y maravillas pequeñas. Sus favoritas eran las maravillas, que yo pelaba para él (era macho, pude saberlo) y él buscaba a ciegas y comía tomándolas entre sus pequeñas patitas delanteras.
Comenzaba a caminar y explorar mucho más, con dificultades, pero lo hacía. Durante la noche lo dejaba durmiendo a mi lado, sobre la almohada, pero ahora dentro de un transportín de 20x20cms, por si le daban ganas de “arrancar”. Pero dormía plácidamente.
Al fin abrió los ojos a los 13 días, caminaba mucho mejor, y se veía como sus hermanos cinco días antes. Pero estos eran cada vez más similares a sus padres. Ya no lo llevaba a todos lados conmigo, pero dejaba todo listo en su jaula nueva para que él pudiera arreglárselas hasta que yo regresara. De a poco aprendía a pelar semillas, así que dejaba algunas peladas y otras con cáscara para que practicara.
Mi ardillita sobrevivió. Al mes medía lo que medían sus hermanos a las dos semanas, y no creció más que eso. Era una ardillita en miniatura, luego ya parecía un adulto pero de menor tamaño. Tuvo una casa para él solo, y cada vez que llegaba yo abría su jaula y él se subía a mi mano. Mientras yo hacía mis cosas, él se quedaba sobre mi hombro, muchas veces me daba pequeños besitos o lengüetazos, y otras jugaba con mi oreja. A veces se quedaba dormido, entonces debía llevarlo a su jaula, otras veces lo dejaba dormir mientras hacía tareas sentado en el computador u otra actividad que no requiriera moverme demasiado. Algunas noches dormíamos juntos, porque él no se arrancaba jamás, de hecho, su jaula quedaba abierta por si quería devolverse a mitad de la noche, cosa que pasaba. No le gustaba estar fuera de su jaula si no era conmigo, lo sé porque hacíamos el experimento donde mi hermano lo sacaba de su jaula, lo ponía a un metro de distancia, y mi hijo adoptivo se ponía a buscar la entrada de su jaula y luego se metía.
La experiencia fue increíble. El vínculo que formé con mi ardillita es comparable con el que tengo ahora con mi gato.
Lo amé cuanto su vida le permitió. Y cuando se fue a dormir por siempre, sentí su pérdida como una gran y dolorosa jugada del destino. Y sobre mi “azaña” de otorgarle la oportunidad de vivir, supo agradecerlo cada minuto, y su pequeño corazón logró hacer latir el mío en la misma sintonía.