Cuando era adolescente, y pocas cosas me interesaban, un gatito blanco con negro –como una vaca-, fue abandonado en el patio de mi casa. Lo abandonó la propia madre. Al principio la vimos cargarlo un par de veces, poco a poco acercándolo a la entrada de la casa, hasta que un día, simplemente lo dejó tirado en el patio y con mi familia, no pudimos no hacernos cargo. Lo llevamos hasta la cocina, recuerdo, le dimos leche tibia, la tomó desesperado y nos dimos cuenta de que no caminaba bien, sus patas traseras eran considerablemente más largas que las delanteras, por lo que lucía bastante extraño cuando caminaba. Mi padre dijo que quizás era esa la razón por la que la gata madre lo había rechazado.
Pasó el tiempo y notamos que el Vaquita tenía torcidas sus patitas delanteras, de una manera poco notoria, pero que de seguro le molestaba al caminar, puesto que daba unos pasos y se paraba en dos patas, como un conejo, para poder descansar. En esa posición giraba su cuerpo hacia los lados y observaba, con el estilo de los suricatos. Esto le llamaba la atención a todo el mundo. A veces se paraba en el antejardín de la casa en sus dos patitas y todas las personas se detenían a observarlo, quizás pensaban que él estaba haciendo alguna gracia aprendida a propósito, pero él solo trataba de sentirse más cómodo, dada su condición.
El Vaquita y yo fuimos buenos amigos. Como comentaba, yo estaba viviendo una etapa difícil, adolescencia rebelde y a la vez desinteresada, y el gato era mi mejor amigo. Acompañaba mis rutinas, por ejemplo, esperaba a que yo abriera el envase de yogur y le pasara la tapa para que él lamiera, y luego se echaba sobre mi estómago mientras yo veía tele, toda la tarde en plena flojera. Fueron años raros, pero él estaba siempre conmigo. Hasta que un día llegó a la casa vecina un niño pequeño, que quedó fascinado con el Vaquita. Le gustaba su “gracia” de pararse en dos patitas, por supuesto. Ahora no podría asegurar lo que mi intuición me dijo en ese entonces, pero el día en que el pequeño niño se cambió de casa con su familia, mi gato desapareció para siempre, y pensé que él se lo había llevado. Era un gatito cotizado, de todas maneras. Pasó de ser un animalito abandonado, a ser parte de una familia, me quitó un poco la apatía adolescente, me hizo compañia en silencio y fue admirado por toda la gente que lo veía pararse a descansar en dos patitas.
Nunca más supe de él, pero aunque me da pena que me lo hayan robado (que es lo más probable) creo que dada su particularidad tan graciosa, jamás iba a ser abandonado, así que supongo que tuvo una vida feliz, y eso me consuela.