No puedo evitar, en esta oportunidad, contar mi historia de mascotas. Para ello debo contextualizar como conocí a esta perra, mi perrita Jade –apodo que homenajea a uno de los personajes de Mortal Kombat- y que llegó a mi vida justo después de perder a Happy Cocky, mi primer animal y que por mala suerte mis padres tuvieron que dar en adopción al poco tiempo de tenerlo. Con la Jade fue parecido, no alcancé ni a disfrutarla un año y ya me la habían quitado. Era de entender, la encontré un día cualquier en la calle, junto a sus hermanos, tirados en la acera, mientras se escondían en el vientre de su madre y se protegían de los autos.
Nunca me nació un sentido tan grande de caridad como ese día. Fue una pena tan fuerte el ver aquella imagen que me motivó a llevarme a uno de los cachorritos, el que parecía más afligido y desamparado. Sin pensar dos veces me lo llevé al hogar. Sin esperanzas, les pregunté a mis padres si podía quedármela; ellos con cara de incertidumbre y entre suspiros decidieron finalmente ceder a mis ruegos, como ya sabiendo el destino final. La desparasitamos, le armamos una pequeña casa en el patio y la dejamos crecer, haber que sucedía. En aquel entonces habré tenido unos diez años, por lo que pueden imaginar la emoción.
Jade en un abrir y cerrar de ojos se volvió en la perra más linda de la cuadra, su pelaje era amarillo, casi dorado. Sus ojos eran brillantes y café. Aunque no era de raza tenía un cierto dejo de labrador, aunque no de pelaje tan largo, y contaba con la extraña particularidad que sus orejas eran indiscutiblemente las de un pastor alemán. Todos estos detalles la hacían una mezcla rara y adorable que solía acompañarme en mis largas tardes en bicicleta o juegos de calle. Cuando no estaba, la desobediente hacía hoyos en el patio trasero, se comía plantas y desordenaba el garaje, cosa que lentamente aburrió a mi familia.
Un día volví del colegio y ya no estaba. Me explicaron que no había más que hacer con ella, estaba muy grande y el espacio era muy chico. Recuerdo haber llorado bastante, igual como cuando te cambias de de casa y dejas a un amigo de barrio. Pero el tiempo pasó rápidamente y pronto vino la pubertad y el olvido de tales recuerdos. Jamás volví a tener un animal, al menos que fuese mío de esa forma y nunca imaginé que volvería a verla, pues lentamente se transformó en una anécdota de niñez, una travesura más en el lejano pasado de Talcahuano (donde solía vivir).
A los trece años mis preocupaciones eran otras, por ello la sorpresa me invadió un día cualquiera en que recorriendo las mismas calles de mi infancia, haciendo ahora ejercicio, me encuentro con una manada de perros que se me acerca y me ladra cerca de la bici. Por miedo a que me botaran, reacciono a bajarme y tratar de ahuyentarlos con mis manos. Me crean o no, entre el grupo de aulladores, una figura me llamó la atención; juro que era una versión adulta de mi vieja perra, del mismo color, y sí ¡las mismas orejas!
Pasa el tiempo y esa última visita, esos ojos que me miraron esa tarde, esos ladridos suyos y vueltas que dio a mi alrededor como reconociéndome, son para mí unos de los recuerdos más emocionantes de mi adolescencia, y no porque haya sido fuerte o profundo, sino porque vinieron a terminar un poco con mi niñez. Fue una bonita despedida y el comienzo de mi adultez. Cómo o por qué volvió a ese sector –según mis padres estaba en un campo, muy lejos de allí- para mí es un misterio. No creo que me haya rastreado y me haya buscado por años, sino que más tiendo pensar que por cosas del destino volvió con su grupo de amigos al lugar en que nació y que por chances inexplicables volvió a ver a su dueño que tanto la quiso. Me gusta pensar que fue así.
Se fue tal cual llegó a mi vida, en un segundo, y juro que cuando ya todos sus compañeros se habían ido ella seguía ladrándome y dando vueltas en mi bici, como entonces. Tal vez por miedo a quedarse sola o por el mismo horror que habrá sentido cuando la encontré sola en esa vereda, volvió con su grupo y se alejó frenética. Yo me quedé mirándola mientras se iba con una sonrisa en la cara y un pequeño nudo en la garganta.
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