Esta historia comenzó el 30 de abril de este año, en un día muy frío y lluvioso en Viña del Mar. Eran las 9 de la noche cuando salí de mi casa, me estaba esperando una amiga afuera y fue entonces cuando lo vi.
Había un perrito, era un quiltro, pero muy parecido a un cocker, con un chalequito de polar azul con bordes rojos. Me vio salir y corrió hacia mí, se veía muy feliz y me imaginé que andaba paseando con su dueño. Pero no vi a nadie en la calle, lo miré de nuevo y me percaté de algo que llevaba en la espalda. Era una especie de bolsa ziploc, con un papelito que decía "Busco Dueño".
Me dio una pena terrible pensar que alguien había botado a ese perrito, que no se veía de más de seis meses, de noche y con lluvia. Lamentablemente, en mi casa no es posible tener un perro, porque tengo un gato que se cree dueño de la casa y no lo iba a aceptar jamás.
Esa misma noche, cuando volví a mi casa, ahí estaba todavía el pobrecito. Seguía feliz, era como si no se diera cuenta de que lo habían botado. Sabía que mi pololo quería adoptar un perrito desde hace mucho, así que le saqué una foto y se la mandé. Lo encontró precioso, pero creía que en su casa no lo iban a aceptar.
Al día siguiente, cuando llegué en la tarde a mi casa, mi mamá me cuenta que al pobre perrito le habían robado su chalequito y una jauría de perros le había pegado, y fue ella a ayudarlo. Salí a verlo a la calle y él seguía ahí moviendo su colita, era el perro más feliz del mundo a pesar de lo que le había pasado y de haber sido abandonado en plena noche de lluvia.
El día domingo, el perro seguía ahí y mi pololo lo vio por primera vez. Corrió hacia nosotros y se sentó en la vereda, tranquilito, era demasiado tierno. Después de varios intentos y envíos de fotos por Whatsapp, sus papás habían aceptado llevárselo a la casa. La condición era que estaría de prueba durante un mes. Lo fueron a buscar y creo que no pasó ni una hora en su casa, y ya se los había ganado a todos. Había llegado para quedarse.
Nadie se imaginó que el tierno perrito abandonado en la lluvia, iba a tomar tanta confianza y se convertiría en el perro más loco que hay. De verdad. Hoy en día, después de cinco meses viviendo con la familia de mi pololo, Seymourdiera (ese es su nombre) se transformó en lo más parecido a un perro de circo: cada vez que salgo a verlo, está sentado arriba de la mesa del patio, salta a los bordes de las ventanas, se sube a la parrilla y si te agachas cerca de él, se sube en tus hombros… sí, ¡en los hombros!
La primera vez que lo vi, abrí el ventanal que da hacia el patio, sin saber que iba a entrar corriendo como una bala, directo hacia la escalera. Subí hasta el tercer piso y estaba sentado en un sillón, me vio y bajó… y así lo hizo dos o tres veces más. Una vez, incluso, rompió la camita de plumas que le habían comprado para que no pasara frío, y dejó las plumas por todo el patio. Es adorable.
A pesar de que sea un poco loco, es un perro increíblemente feliz. Es hermoso ver que, aunque lo botaron en la lluvia, después lo dejaron sin chaleco en pleno invierno, y una jauría lo maltrató; siempre, de alguna manera, supo que iba a venir algo mejor. Y así fue, pues ahora está con una familia que lo quiere mucho, lo cuida y lo lleva siempre a sus controles veterinarios.