'Kuky' era una pequeña y fina gatita de pelaje blanco, que se convirtió en mi mascota cuando yo tenía 10 años. De personalidad introvertida - aún así cariñosa -, tan sólo se dedicaba a mirarme tranquila con un par de enormes ojos azules desde su cojín rosado. Recuerdo que le gustaba mover su cascabel y jugar con pequeños rodillos de lana en la sala.
Una noche de agosto, la delicada felina salió a recorrer los tejados. Al tiempo, nos percatamos que en aquella salida nocturna había quedado preñada por primera vez y, además, le quedaba poquito tiempo para parir. El resultado: dos pequeños gatitos - iguales a Kuky - de los que mi gatita cuidaba muy sigilosa y celosamente. A los tres meses, decidimos dar un nuevo hogar a las criaturas porque ya teníamos demasiadas mascotas (algo así como 6 perros y 7 gatitos).
Recuerdo que una tía, que se encantó al verlos, decidió llevarse a su campo al par de mininos - en vez de uno - para que "no se sintieran tan solitos". Sin duda era la mejor opción para ellos, puesto que en mi casa ya no quedaba espacio para más animalitos y obviamente la vida en el campo, al aire libre, junto a los cuidados de mi tía y su familia les, iba a brindar una vida feliz. Pero 'Kuky' no fue feliz.
Mi gatita estaba realmente triste. Olisqueaba los rincones de la casa en busca de sus pequeños, estaba un poco esquiva a los cariños y luego de algunos días no quería comer, tomar agua ni salir. Buscamos ayuda de algún veterinario, pero para el día agendado en la consulta 'Kuky' había huido de la casa.
Nunca supe sobre su paradero ni entendí por qué le deprimió tanto la partida de sus hijos, quienes viven regordetes y felices en el campo. Al menos, sé que gracias a esa experiencia algo cambió en - mi pequeña mente de niña - mi manera de ver a los animales; si bien los cuidaba un montón, me di cuenta que eran más que un "lindo acompañante", puesto que ellos también sentían apego y algo parecido al amor.
Imagen CC (Daisyree Bakker)