No siempre se ve como en las fotos, con su pelo corto, un peinado a la moda y luciendo un blanco brillante. La verdad es que, una buena parte del año lleva el pelo largo y oscuro de suciedad. Podría bañarla todos los días, pero el olor de su jabón dura lo mismo que un buen hueso. Su felicidad no está en presumir estándares de belleza, ni en la delicadeza que otorga la quietud y el aburrimiento.
De mis 27 años he convivido 13 con mi perra. Mis recuerdos de infancia, al menos los significativos, comienzan estando ya crecidito por lo que -en mi percepción- me ha acompañado más de la mitad de mi vida. No sé si es mi hermana, como suele decir mi madre, o mi hija como dicen algunos amigos y eso es hermoso, lo indefinible que es la relación que construimos.
Como sea, la Pinina, como le puso mi vieja, es una quiltro hermosa, rescatada de la calle siendo cachorra, un puñado de pelos. Convivió un par de años con un setter irlandés y otros escasos meses con un hijo que parió bastante vieja y que, quizás por eso, quiso tan poco. Pienso que no estaba ya para cambiar pañales. No me atrevería a juzgarla, porque ella no lo ha hecho nunca conmigo.
Todo lo anterior es sensiblería que no la diferencia a ella, ni a mí, de otros perros y otros criadores. La real gracia de mi mascota es la habilidad que desarrolló de pequeña, y casi sola, de caminar a través de media ciudad a mi lado, sin cruzar calles, respetando semáforos o pasos de cebras, nunca pero nunca usando correa –no me juzgue usted tampoco, tendría que verla-.
Ser el guía del paseo es un derecho que se gana con eso que valoran los perros, que los viles no entienden, eso a primera vista que se tiene o no se tiene. Algunos amigos de la familia han paseado junto a ella, mi polola aún lo hace, pero muchos otros no han clasificado y sólo han recibido indiferencia.
Da lo mismo que sea un barrio tranquilo o pleno centro de Concepción, la Pini te acompaña, siempre a tu lado, de vez en cuando oliendo. En las entradas ajenas, sabe que debe esperar sin irse con otros, pero aceptando caricias.
Recuerdo que acompañaba a mi vieja al supermercado y la esperaba afuera, a veces por media hora, feliz de todos los mimos que le daban de entrada y salida. Un hueso en el collar siempre indicaba, como hoy, su nombre y número de teléfono, por lo que recibía muchas llamadas del tipo: "Hola, sabe que estoy con su perrita perdida, acá afuera del…" Cerca del décimo llamado construimos la estrategia: Un post it amarillo, con pegamento que lo afirmaba a su collar, decía y aún dice: "No me lleve ni se preocupe, estoy esperando a mi mamá que está comprando". Santo remedio.
"Los perros chicos viven más que los grandes", versa el adagio y a eso me aferro. Aunque ya no me reconozca hasta que me ve de cerca, mucho más de cerca, aunque a veces tiemblen sus piernas traseras si se está quieta, aunque no reconozca mi silbido a la primera.
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