Los animales, como las personas, tienen su propia historia. Algunas son tristes, otras llenas de anécdotas cómicas. Pero todas se cuentan, en la medida en que hay una persona alrededor para poder narrarla. Hoy, les voy a contar la historia de cómo conocí a mi primera mascota, una gatita quiltra y sin nombre a la que terminé amando profundamente.
Yo nunca había tenido una mascota, no sabía lo que era querer a un animal. Ahora que ha pasado el tiempo, pienso que me había perdido de todo un mundo. Todo empieza con una gata embarazada, que usó el auto de mi suegro como pabellón de maternidad. Él no es fan de los animales (en realidad es bien gruñón), pero mi cuñada es todo lo contrario y lo primero que hizo cuando notó lo ocurrido fue comenzar una cadena de adopción para esos pobres animalitos sin padre conocido.
Así nació mi gatita, como una niñita guacha que no tiene dónde vivir. Pasó sus primeros dos meses de vida con su mamá. Mientras el resto de sus hermanos conseguía casa, ella seguía durmiendo en la maletera del Nissan V16 con su madre, porque nadie quería adoptarla. Digámoslo: mi gata es fea. Su color es un extraño gris, que se mezcla con unos visos rubios mal hechos. Para rematarla, tiene una mancha amarilla en la frente, que pareciera que salió de una oscura experiencia en una peluquería de mala muerte. Es simpática la animalita, tiernucha y buena para ronronear, pero jamás en la vida saldría en un comercial de Whiskas.
Su involuntaria orfandad, se cruzó con una tendencia personal: cada día veía más videos y gif animados que mostraban lo divertidos y surrealistas que los gatos podían ser. Una cosa llevó a la otra y decidí adoptar a la pobre felina gris con visos rubios mal teñidos. Era la última que quedaba de su camada, como una señora solterona que por fea, no encuentra marido. Ya lleva dos meses conmigo y qué quieren que les diga, nunca pensé que un animalito podía entregar tanta compañía, inteligencia y amor. Amo a mi gata, porque es igual a mí: una mestiza promedio que no conoce a su padre, pero que gracias al cuidado de su mamá y de una buena amiga, encontró un lugarcito en la tierra para envejecer feliz.
Eso es lo más increíble: los animales son amigos, compañeros de ruta. De verdad, ya no imagino la vida sin mi gata. Sin sus ronroneos nocturnos y sin sus siestas sobre mis piernas. Ojalá pudiera saber, cuando miro sus ojitos rasgados, si este cariño grande es recíproco. Espero que sí.
Y ustedes, ¿cómo conocieron a sus compañeros animales? Ya conocen mi historia, es tiempo de que cuenten la suya.
Foto: Archivo personal