¡Al fin lo logré! –pensé-. Llegó el tan ansiado día de irme de la casa de mi mamá. Podré hacer lo que se me plazca, nadie controlará mis horarios o visitas o cualquier cosa. Pero, en ese momento, un pensamiento que quería evitar se me vino de golpe: ya no podré vivir con mi amada perrita Kiara.
En la casa de mi familia hay tres canes, una gata y muchos, pero muchos pajaritos, pero Kiara es mía. Ella es pequeña y duerme conmigo. Desde que era una cachorra, el lazo entre nosotras fue gigante (mascota, terapeuta, gran amiga, etcétera). Pero no podía llevármela, puesto que sólo me iba a una fría y pequeña pieza en Viña del Mar.
No tuve más remedio que despedirme de ella como si fuera la última vez que la viera. La abracé como siempre, le di un par de besos, la dejé en el suelo y me fui.
Las primeras semanas fueron horribles. Extrañaba a mi familia, pero podía hablar con ellos por teléfono. En cambio, con mi perrita regalona no. Así que apenas pude, fui un fin de semana y me recibió como si me extrañara tanto como yo lo hice. No obstante, luego de un rato, muchos saltos y gritos de alegría, se alejó de mí. Todos supusimos que estaba sentida porque la dejé abandonada.
La nostalgia no pasó. No me pude acostumbrar a estar lejos de ella. Independizarse era más difícil de lo que pensé. Además, ella tampoco se adaptó a mi ausencia tan fácil. Estaba deprimida, se quedaba esperando en la puerta a que llegara, no comió por varios días y lloraba de vez en cuando.
Con el tiempo, volví a Santiago directo al hogar familiar. Yo creía que la relación ya no sería la misma, pero para mi sorpresa seguimos tal como el día antes de irme. Juré jamás la volvería a dejar: no estoy dispuesta a que mi amada perrita se enferme o muera de pena.
Finalmente, pude conseguirme una casa para tenerla junto a mí. Además, pude adoptar a otro perrito y una gatita para que Kiara no se sintiera sola cuando me voy. Y ahora somos, junto a mi pareja y mis mascotas, una gran familia.
Y tú, ¿has tenido que dejar a tu mascota por la tan anhelada independencia?